Voto, algoritmo

En tiempos electorales, la democracia se juega más allá de las urnas. Se juega en los teléfonos, en los algoritmos, en los clics que damos sin pensar. Las redes sociales y el internet han dejado de ser simples herramientas de comunicación para convertirse en mecanismos de influencia emocional profunda, que están moldeando nuestras decisiones más cruciales, incluido nuestro voto. Y lo están haciendo de forma sutil pero devastadora.

Hoy, buena parte de la ciudadanía vive conectada a un dispositivo inteligente. Desde que despierta hasta que duerme, consume información, entretenimiento, opiniones, indignaciones y memes a una velocidad vertiginosa. ¿El resultado? Una generación —y una sociedad entera— más impulsiva, menos reflexiva, más adicta a la gratificación instantánea. No importa si es un TikTok, un Tweet o una historia de Instagram: todo compite por nuestra atención, pero nada nos exige – pensamiento crítico – . En este contexto, ¿cómo tomar decisiones políticas informadas, meditadas, racionales?

Lo preocupante no es solo la cantidad de contenido, sino la manera en que está diseñado. Las plataformas digitales no promueven la diversidad de opiniones ni el matiz; promueven el enfrentamiento, el escándalo, la indignación. Nos mantienen atrapados en burbujas de pensamiento o, peor aún, en cámaras de eco donde no solo evitamos el pensamiento diferente, sino que lo despreciamos de entrada. No discutimos ideas; nos parapetamos en trincheras emocionales donde el “otro” siempre es el enemigo.

En este entorno, las campañas políticas ya no apelan a la razón, sino al algoritmo. La polarización no es solo una consecuencia de la ideología, sino una estrategia de mercado: entre más dividido esté el electorado, más tiempo pasará interactuando, comentando, “consumiendo política” como si fuera una serie de Netflix. Y los datos lo confirman: el uso intensivo de redes sociales está correlacionado con una disminución del rendimiento cognitivo, con una menor capacidad para postergar recompensas, y por ende con una menor concentración. ¿Estamos votando como ciudadanos o reaccionando como usuarios (clientes)?

Pero esto no termina ahí. El entorno digital es adictivo por diseño. Utiliza recompensas variables, anticipación constante, personalización extrema, y el miedo a – dejarnos afuera – para mantenernos atrapados. Y lo hace tan bien, que incluso las discusiones políticas —que deberían ser espacios de construcción colectiva— se han convertido en batallas de egos y tribus digitales. El voto, en este panorama, corre el riesgo de convertirse en un acto emocional, impulsivo, sin análisis previo. Un reflejo de las pasiones agitadas por la pantalla y no de una evaluación crítica de propuestas, programas o trayectorias.

¿Cómo construir ciudadanía si nuestras decisiones están mediadas por una gratificación instantánea que elimina el tiempo necesario para pensar, cuestionar, comparar? ¿Cómo votar de manera inteligente? ¿Consiente?

Frente a este panorama, la solución no es demonizar internet ni las redes. Al contrario: urge educar en su uso consciente, fomentar desintoxicaciones digitales, promover ejercicios de pensamiento crítico que nos ayuden a identificar sesgos, confirmar fuentes, y desacelerar el ritmo frenético con el que consumimos contenido. Porque la democracia requiere tiempo, reflexión y diálogo, no solo clics y comentarios.

Tomar decisiones políticas en estos tiempos requiere de una ciudadanía activa, lúcida, crítica. No podemos permitir que nuestro voto sea el resultado de un scroll automático o de una emoción pasajera. Necesitamos desconectarnos para volver a pensar, y pensar para volver a elegir con libertad.

Si no lo hacemos, corremos el riesgo de entregar el poder no al mejor candidato, sino al mejor algoritmo. Y en esa elección, la democracia ya pierde.

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