Los barones del oriente y el poder

El Foro Agropecuario 2025, organizado por la Cámara Agropecuaria del Oriente (CAO), no fue un debate electoral, sino una exhibición de la influencia desmedida del agronegocio en la política boliviana. Los candidatos presidenciales Manfred Reyes Villa, Samuel Doria Medina y Jorge «Tuto» Quiroga desfilaron ante los barones del oriente, no para proponer soluciones al país, sino para jurar lealtad a un sector que representa menos del 1% de la población, pero controla un cuarto del diésel subvencionado y una porción significativa del poder económico y mediático. Este evento, lejos de ser un diálogo sobre el futuro de Bolivia, fue una subasta de voluntades políticas, donde el agronegocio reafirmó su rol como amo de la agenda nacional.

El sector agroindustrial en su narrativa se pinta como el motor de la prosperidad, pero los datos revelan una realidad distinta. Según Tito y Wanderley (2021), la agricultura familiar produce el 98% de los alimentos frescos que consumen los bolivianos, mientras que la agroindustria aporta apenas un 2%. Sin embargo, las propuestas de los candidatos ignoraron sistemáticamente a los 900.000 pequeños agricultores que sostienen la seguridad alimentaria del país, priorizando en cambio la liberalización de transgénicos, la apertura de mercados y el fortalecimiento de infraestructura. Este enfoque no solo margina a la mayoría, sino que perpetúa un modelo extractivista que ha dependido históricamente del Estado para su supervivencia.

El agronegocio boliviano no es un modelo de eficiencia, sino de privilegios. Desde la dictadura de Banzer (Soruco, 2008), la élite agroindustrial ha consolidado su poder mediante tierras otorgadas clientelarmente, créditos preferenciales y subsidios como el diésel a Bs 5,80 por litro. Sin estos apoyos, su competitividad en el mercado global sería cuestionable debido a su baja productividad y altos costos. A pesar de esto, los candidatos prometen más libertades para un sector que ya goza de ventajas fiscales y arancelarias, mientras evade impuestos significativos y contribuye mínimamente al bienestar colectivo. El desabastecimiento de aceite comestible, por ejemplo, a pesar de que el 80% de la soya se destina a la exportación (Cauthin, 2021), desnuda la falacia de que el agronegocio garantiza la soberanía alimentaria.

El énfasis en los transgénicos, promovido con entusiasmo por los candidatos y la CAO, es otro punto crítico. La CAO promete duplicar o triplicar cosechas de soya y maíz en tres años sin ampliar tierras, basándose en un estudio de la UAGRM que exagera los beneficios de las semillas transgénicas. Estas afirmaciones contradicen estudios más conservadores, como los de Bayer (6,4% de aumento) o Graham Produktes (9,2% en promedio). Los candidatos, sin cuestionar estas cifras, abrazaron la narrativa de la biotecnología como solución milagrosa, ignorando los riesgos ambientales y sociales: contaminación genética, pérdida de biodiversidad y dependencia de corporaciones multinacionales. Este enfoque no solo amenaza la agrobiodiversidad boliviana, sino que refuerza un modelo que prioriza monocultivos de exportación sobre cultivos nativos como la quinua o el cacao, que tienen creciente demanda global.

El vínculo entre el agronegocio y el poder político es una relación de servidumbre. Los candidatos no solo prometen políticas a medida, como la liberación de exportaciones o la reducción de regulaciones, sino que actúan como gerentes de una élite que controla tierras, medios y finanzas. Este pacto, escenificado públicamente en el foro, no es nuevo. Desde Banzer, la plutocracia agroindustrial ha sido mimada con privilegios estatales, mientras contribuye a la deforestación masiva y a los incendios que devastan los bosques bolivianos. La ausencia de propuestas para la agricultura familiar, el acceso al agua o la adaptación climática evidencia que el interés no está en el bien común, sino en perpetuar un sistema que beneficia a unos pocos.

El informe de Oxfam “From Private Profit to Public Power” refleja este patrón global: una élite económica, obscenamente pequeña, diseña las reglas para concentrar riqueza. En Bolivia, esto se traduce en un modelo donde el agronegocio, con menos de 25.000 productores de soya y 40.000 ganaderos, dicta la agenda nacional, mientras las 900.000 familias agricultoras que alimentan al país son invisibles. Los candidatos, al alinearse con esta élite, no solo traicionan a la mayoría, sino que profundizan la crisis ecológica y social. La “prosperidad” que prometen es un eufemismo para más subsidios, más tierras y más incendios, mientras la seguridad alimentaria y la justicia ecológica quedan relegadas.

Frente a esta subasta política, el rol del Estado debería ser replanteado. En lugar de minimizar su intervención, como sugieren los candidatos, Bolivia necesita regulaciones efectivas que limiten la fuga de divisas y prioricen la agricultura familiar. Algunos países imponen cuotas de repatriación de divisas; Bolivia podría seguir este ejemplo para redistribuir riqueza. La lucha no es solo por un modelo productivo más justo, sino por una democracia que no sea una plutocracia disfrazada. Los bosques, los suelos y las comunidades indígenas no pueden seguir siendo sacrificados en el altar del agronegocio. Es hora de que Bolivia reconozca que su verdadera riqueza está en su agrobiodiversidad y en las familias que la sostienen, no en las chequeras de una élite que compra leyes y presidentes.

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