Las Ayoreas

No hay mejor signo de la salud social de una comunidad que la manera en que trata a sus más débiles y desprotegidos. Y la sociedad ayorea ha sido y sigue siendo un ejemplo en ese sentido. De acuerdo con el antropólogo alemán Bernd Fisherman, en su vida tradicional los ayoreos tenían numerosos mecanismos que aseguraban la distribución solidaria de lo cazado, recolectado y cosechado, para que se beneficie toda la comunidad y en particular “aquellos miembros del grupo (ancianos, viudas, huérfanos, etc.) que por diversos motivos no podían ejercer ellos mismos una actividad materialmente productiva. Estos mecanismos de distribución se mantienen aún hoy vigentes en la vida no tradicional y sedentaria y son aplicados también a los productos y las ganancias provenientes de las formas de producción de la vida moderna”.

Cuando vemos a las mujeres ayoreas vendiendo su artesanía en las calles de Santa Cruz, cuesta creer que provienen de uno de los pueblos más poderosos de la época precolonial. Dominaban un territorio de casi 30 millones de hectáreas, con el que tenían una relación de respeto mutuo: solo cazaban y recolectaban lo estrictamente necesario. En cuanto veían que su presencia afectaba el equilibrio de la zona, se desplazaban a otra región para dejar que la naturaleza se regenere. Por eso mismo, el número de ayoreos nunca fue muy grande: el control sobre la propia reproducción era parte también del equilibrio buscado entre animales, humanos y bosques.

Esa búsqueda del equilibrio esencial sería lo que, finalmente, terminaría condenándolos a la situación de pobreza y discriminación que hoy viven. Debido a su cultura nómada, fue relativamente sencillo irles arrebatando territorio que no “ocupaban” de manera permanente, para convertirlo en haciendas y pastizales ganaderos. Dado el tamaño pequeño de sus grupos, fue relativamente sencillo reducirlos por la fuerza a la vida sedentaria, aislándolos en pequeños asentamientos en las orillas de los poblados.

En uno de esos poblados, Concepción, la semana pasada un joven y descamisado subgobernador hizo lo que muchos están acostumbrados a hacer por esas zonas del oriente boliviano: látigo en mano, quiso obligar a un grupo de mujeres ayoreas a levantar una protesta contra el paro cívico. En lugar de cumplir su función como autoridad democrática, quiso erigirse en patrón y lo único que logró fue que, en un confuso incidente, el látigo que él esgrimía caiga en manos de las mujeres y de ser agresor se convirtió en agredido. Recibió algunos chicotazos en la espalda y salió huyendo en una camioneta.

Horas más tarde, personas afines al subgobernador ingresaron en la comunidad ayorea, incendiaron algunas viviendas y destruyeron otras con maquinaria pesada. De acuerdo con la Central Ayorea Nativa del Oriente, no es la primera vez que algo así sucede. Los asentamientos ayoreos son continuamente violentados por parte de los habitantes de los pueblos cercanos. De hecho, circuló en redes sociales el llamado fervoroso de una señora “concepcioneña” a tomar medidas contra “esta gente que no tiene ni Dios ni ley” y que “son como animales”. Lo dice textualmente.

No hay mejor signo de la salud social de una comunidad que la manera en que trata a sus más débiles y desprotegidos. Tanto en Concepción como en Santa Cruz, las mujeres ayoreas son las más desprotegidas, las más pobres, las más discriminadas. Y el modelo económico que vende el comité cívico (y que Camacho planteó como oferta central de su candidatura a Presidente) nos viene demostrando cada día que es absolutamente inferior al modelo económico solidario y redistributivo que ha permitido que los ayoreos sobrevivan la invasión del cruceñismo a sus territorios.

Verónica Córdova es cineasta

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