La izquierda y su laberinto post-electoral
Las recientes elecciones han dejado en evidencia lo que muchos intuían: la izquierda boliviana atraviesa una de sus crisis más profundas. El mapa político resultante no solo muestra la pérdida de espacios de representación, sino sobre todo una fractura de horizonte. En lugar de una visión compartida de país, lo que emerge es un archipiélago de consignas dispersas y liderazgos incapaces de dialogar entre sí.
No se trata de un fenómeno nuevo. Como recordaban voces críticas en los años noventa, la izquierda boliviana nunca logró producir una teoría sólida de la realidad nacional; se limitó a repetir fórmulas importadas y a administrar eslóganes que perdieron vigencia. El verticalismo, el dogmatismo y el sectarismo, resurgen hoy en forma de pequeñas tribus políticas más preocupadas por la pureza ideológica que por construir mayorías sociales.
El resultado electoral ha sido demoledor. La campaña por el voto nulo, presentada como un gesto de dignidad, terminó siendo un boomerang: en lugar de debilitar a la derecha, la fortaleció, dispersando y desanimando al voto popular. El festejo de algunos sectores de izquierda por la derrota del oficialismo, aun cuando significó el triunfo de fuerzas conservadoras, solo confirma el diagnóstico: prima la mezquindad del “soy yo o nadie”, antes que la responsabilidad histórica de defender conquistas sociales y democráticas.
Lo más grave es que la izquierda no logra articular un relato frente a las transformaciones sociales de las últimas décadas. El nuevo proletariado urbano, joven, precario, migrante y sin sindicato, sigue siendo un actor invisible para las viejas dirigencias. Lo indígena, que fue ignorado durante décadas, tampoco encuentra un canal de representación consistente. Y frente a desafíos globales y nacionales —como la crisis climática, la epidemia de desinformación digital, el modelo de desarrollo extractivista y la expansión descontrolada de la frontera agrícola impulsada por la agroindustria—, la izquierda boliviana apenas balbucea respuestas, para armonizar el desarrollo con la sostenibilidad y la soberanía nacional.
La derecha avanza no porque tenga un proyecto innovador, sino porque la izquierda ha renunciado a disputarle el sentido común al país. Se confunde oposición con resistencia testimonial, crítica con autocelebración, radicalidad con impotencia. Mientras tanto, los sectores populares ven cómo sus demandas se diluyen entre disputas intestinas y cálculos de corto plazo.
El desafío es inmenso. Si la izquierda no se reinventa con una agenda que conecte con las nuevas generaciones, con los pueblos indígenas y con las mayorías urbanas empobrecidas, seguirá atrapada en su propio laberinto. La historia enseña que los vacíos políticos nunca permanecen mucho tiempo: alguien los llena. La pregunta es si será la izquierda quien los ocupe con propuestas transformadoras, o si seguirá dejando el terreno libre para que la derecha administre el descontento social.





