La falta de pudor de doña Jeaninne

Faltan escasas horas para que se lleven a cabo las elecciones del 18 de octubre; es decir, apenas un pestañazo de la historia, para que el gobierno de la autoproclamada Jeaninne Añez deba hacer entrega de la administración estatal a quienes resultaren elegidos por el voto popular. A esas escasas horas, sin pudor alguno, el gobierno de facto, cual perrillo de faldas del imperialismo norteamericano, hace el show de recibir las cartas credenciales de autoproclamado embajador de Venezuela, designado por el también autoproclamado Juan Guaidó, el presidente “encargado” a quien ni siquiera la oposición antichavista en la patria de Bolívar le lleva el apunte.

Probablemente nunca en la historia del país, la diplomacia haya sido puesta de manera tan flagrante al servicio de los Estados Unidos de Norteamérica. Recuérdese, el 11 de enero de 2019, subido en una tarima de una plaza pública, el entonces diputado Juan Guaidó, un ilustre desconocido político venezolano de las esmirriadas filas de la oposición, se auto designaba como primer mandatario. A las pocas horas, con una diligencia muy comprensible, el gobierno de Trump lo reconocía inmediatamente, instando a sus “aliados” –es decir, los gobiernos títere que siguen a ojo cerrado todos los dictámenes de Washington– a hacer lo propio. Causo gracia –valga la anécdota– que el mismísimo Secretario de Estado que anunciaba el hecho, no sabía pronunciar siquiera el nombre del presidente que habían designado.

Eran momentos en que la propaganda mediática en todo el mundo anunciaba la inminente “caída del dictador Nicolás Maduro” ante el “cansancio” del pueblo venezolano. Se repetía el libreto ya leído años atrás, cuando un golpe de Estado derrocó por breves horas al presidente Hugo Chávez, aduciendo también, según los titulares de la época, el cansancio del pueblo como razón para un vulgar golpe de Estado. De la tomadura de pelo del tal Guaidó, se mencionaba como un hecho la división en las Fuerzas Armadas Bolivarianas, cuyos mandos se habrían alineado detrás del golpe. Pero Venezuela no es Bolivia; allá, los militares tienen códigos de honor y no se venden así por así ante un ex presidente cívico cruceño, asesino convicto y confeso de indefensos prisioneros políticos.

Así que, con el paso de los días, las semanas y los más de veinte meses del jocoso hecho, el famoso gobierno de transición de Juan Guaidó pasó a ser una broma de mal gusto entre los gobernantes que se adhirieron entusiastas a su reconocimiento. Algún diplomático español tuvo que reconocer que, en realidad, el tema era “complejo” porque Guaidó no controlaba nada de nada. Pero algo controlaba: algunos recursos que el propio imperialismo había confiscado sin más trámite al gobierno legítimo y entregado –no todo, por supuesto, que algo había que conservar en provecho propio– al gobernante sui generis, para algunos gastos. Entre ellos, pagar el sueldo a los embajadores hechos a medida y gusto del Departamento de Estado.

Pero el mal sabor del platillo made in USA que tardaba más de la cuenta en ser digerido empezó a poner nerviosa y de mal humor a la mismísima oposición venezolana, aquella que con su aquiescencia o su silencio, había apoyado al diligente autoproclamado. Todas las instituciones del Estado se mantenían tan leales como la inmensa mayoría del pueblo llanero al “dictador” Nicolás Maduro; entre tanto, los recursos financiados para el gobierno títere eran motivo de escándalo, pues se los gastaba a manos llenas en prostíbulos y hoteles de lujo, tal como se denunció desde Colombia por los mismos compinches de la aventura.

Así que dentro de las filas de los “escuálidos” –como les llama el humor popular a los opositores antidemocráticos de Venezuela– empezaron a surgir sordas protestas, hasta que los reclamos subieron de tono y se hicieron públicos. Igual que en Bolivia, los derechistas demostraron tener grandes habilidades para hundir sus uñas largas en los recursos públicos y el escándalo internacional tuvo que ser recogido por la misma prensa afín a los que hablaban del “fin de la dictadura”. Pasan los días y cuando habla el tristemente célebre “presidente encargado”, es como oír llover; al punto que los propios amos norteamericanos han entendido que hay que cambiar de perro faldero. Para ello, han movido fichas al interior de la oposición, pues hay que reflotar liderazgos de repuesto. Así, ante el anuncio de las nuevas elecciones legislativas que deben llevarse a cabo en la República Bolivariana de Venezuela en estricto cumplimiento al mandato constitucional, la oposición, otrora monolítica en su afán desestabilizador, se ha resquebrajado y en su mayor parte ha aceptado participar en los comicios, pues de otra no les queda.

Elecciones suponen poner en consulta la continuidad del mandato como legisladores. Y Guaidó, sabedor que ni en su casa lo quieren, ha optado por la vieja cantaleta de la abstención y el sabotaje al evento democrático. Esta vez, si sus anteriores seguidores eran pocos, los que le quedan son contados con los dedos de la mano. Los otros, como Henrique Capriles –otro dogo amaestrado por el imperialismo yanqui– han optado por someterse a la voluntad popular, con la finalidad de mostrar credenciales al amo para asumir el triste rol de Judas. Es decir, para sustituir a Guaidó y su errada estrategia de ciego enfrentamiento, por otra que pasa por el respeto a la institucionalidad democrática.

A ese triste Juan Guaidó le hace reverencias Jeaninne Añez en Bolivia, reconociéndole un embajador que no representa nada ni a nadie. Que es un invento de la derecha y un gesto de cortesía entre iguales –léase, ladrones y sinvergüenzas– que no tiene perspectiva alguna en el tablero de las relaciones internacionales. Que ello se haga en nombre de Bolivia, no deja de llenarnos de sentida indignación. Queda el consuelo de que, en algunos días más, este galimatías diplomático quede en el pasado oneroso de nuestras relaciones internacionales.

La República Bolivariana de Venezuela, su gobierno legítimo y su pueblo no deben tener duda alguna que todas las afrentas vistas han sido hechas sin consentimiento del pueblo boliviano, contrariando su voluntad de construir, junto a sus hermanos, la Patria Grande soñada por el Libertador Simón Bolívar.

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