Médicos criminales y médicos solidarios

El sector salud, luego de protagonizar una serie de protestas —con varios paros incluidos— ha resuelto un nuevo paro; esta vez, de 72 horas, en protesta por la jubilación forzosa de profesionales médicos. Son tres días que cada quién, sobre todo el vecino y la vecina de a pie, tendrá que rebuscárselas para alguna contingencia que demande esos servicios.

El paro médico hace recuerdo a aquellos paros del magisterio en épocas de la vieja república discriminadora, cuando el magisterio programaba paros y más paros contra los gobiernos de turno. Evidentemente, en aquellas épocas, había sobrados motivos para hacerlo. Desde las vetustas construcciones que servían de escuelas públicas, hasta los magros salarios que cobraba el plantel docente, inducían en la desesperación, a tomar medidas radicales. Lo cierto es que, de los doscientos días programados de estudio, se cumplía un exiguo porcentaje que terminaba con estudiantes con aprobación formal, pero con graves insuficiencias en sus conocimientos. Fue una bomba de tiempo, con estallidos esporádicos y permanentes: bachilleres que, en el mejor de los casos, se convertían en profesionales para exhibir luego una supina ignorancia en aspectos elementales. En suma, el daño no se lo hacia al gobierno, ni mucho menos a las clases dominantes, cuyos hijos e hijas estudiaban en colegios particulares ajenos a todo problema; islas verdaderas de discriminación de la que aún quedan rescoldos lamentables.

Hoy, el caso del paro médico revista similitudes alarmantes. El pretexto del paro es cuestionable; resulta obvio que debe haber una edad tope para la jubilación. A ésta tiene que acogerse cualquier profesional de salud no sólo para dar paso a nuevas generaciones que tomen la posta con renovados conocimientos y con aplicaciones tecnológicas nuevas, sino por natural merma en las capacidades de quienes han cumplido un ciclo de vida. Pero, para médicos y médicas que azuzan, promueven y hacen el paro, tal parece que la ley de la vida no se aplica. Luego de haber logrado la “conquista” de trabajar sólo seis horas —para eso sí, hay que entender que tales profesionales, a diferencia de otros y otras, si se cansan— , hoy quieren imponer su capricho para decidir por sí mismos si siguen con aptitudes para el desempeño de su trabajo, y para obstaculizarle posibilidades a las nuevas generaciones.

Pero, al igual que con el caso de la educación, la medida atenta sólo a pobres que deben recurrir a servicios de salud estatales y públicos. Ellos son, parafraseando a Frantz Fanon, los condenados de la tierra; porque los otros, los pudientes, por supuesto que acuden a las clínicas y consultorios privados que sí permanecen abiertos e impecables. Don Dinero compra en estos casos los servicios que se cobran para atender a pacientes de primera; es decir, para los que no tienen que trabajar el día a día para sobrevivir. Para eso están los seguros privados inaccesibles a la inmensa mayoría de la población obligada a ir a los hospitales y centros de salud públicos de un sistema despiadado por sus limitaciones donde el “Lo programaremos para el próximo mes” equivale a decirle al paciente que aguante como pueda y donde pueda, hasta la próxima cita.

Frente a ello, queda aún pendiente una profunda reforma en el sistema de salud que, inicialmente, debe acabar con los privilegios de seguros que retroalimentan la desigualdad y son la otra cara de la medalla del juramento hipocrático. Alguna vez, Fidel Castro, indagado por un acucioso periodista sobre cómo habían logrado parar un sistema de salud único en el mudo, admirado también por sus valores que llevan a brigadas médicas a todas partes del mundo, contaba que, ante una huelga más de chantaje al gobierno revolucionario que recién iniciaba reformas en la isla, decidieron despedir a todos y a todas. Sólo se quedaron quienes tenían un corazón solidario; los demás se fueron para Miami, augurando el colapso total y la muerte a plazo fijo de pacientes. Nada de ello ocurrió; por el contrario, sobre la base de una nueva generación de jóvenes que amaban a su país y a su profesión, se edificó lo que hoy es orgullo de Cuba.

En Bolivia, felizmente, están también los otros y las otras. Profesionales formados en Cuba y Venezuela, despreciados por sus colegas por la leyenda negra impuesta por la narrativa imperialista, se mantienen firmes en sus puestos de trabajo. Esa actitud responsable y solidaria debería inspirar a un cambio radical: erradicar a verdaderas dinastías que se han apropiado de la salud pública para beneficio propio, y acabar, de una buena vez y por todas, con el chantaje infame.

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