La judicialización de la política y la crisis de representatividad en Bolivia
(versión libre – transcripción – de la intervención de Luciana Jáuregui en el evento «hay junte» ¿están en riesgo las elecciones? – 07/05/2025)
En Bolivia, la política y la justicia han dejado de ser esferas separadas. La una atraviesa a la otra de forma cada vez más visible, y ese cruce —lejos de ser una desviación del orden democrático— parece haberse convertido en el eje mismo que estructura el funcionamiento del Estado. Hoy, la fragmentación del sistema de partidos y el colapso del consenso institucional han colocado al poder judicial en el centro de la escena política. Esta judicialización de la política no es un fenómeno aislado ni temporal: es el síntoma más claro de una crisis de integración institucional y de representatividad que atraviesa al país.
Pretender analizar el sistema judicial al margen del sistema político es una ingenuidad o una estrategia deliberada para ocultar relaciones de poder. Las instituciones no operan en un vacío neutral, sino en un campo de fuerzas donde los actores políticos —con sus intereses, estrategias y disputas— moldean su funcionamiento. Así, las normas no se aplican solamente desde su literalidad, sino también desde la lógica de quien ostenta o disputa el poder.
Lo que estamos viviendo en Bolivia es una transformación profunda: un cambio en las relaciones de fuerza dentro del sistema político, con consecuencias directas sobre el Estado. Y aquí es donde el poder judicial adquiere un protagonismo inédito. No es que antes haya sido un poder completamente autónomo —pocas veces lo ha sido en nuestra historia—, sino que ahora se ha convertido en un instrumento central para la gobernabilidad en un contexto de división política.
Durante casi dos décadas, el Movimiento al Socialismo (MAS) estructuró la política boliviana con una clara hegemonía. Esa hegemonía, otorgaba coherencia funcional al Estado, permitiendo que sus órganos trabajen de forma relativamente coordinada bajo una línea estratégica dominante. Pero esa etapa ha terminado.
La crisis de 2019 marcó un punto de quiebre. Desde entonces, el MAS ha transitado de ser un partido hegemónico a un campo de batalla interno con tres grandes facciones: los evistas, que siguen la línea del expresidente Evo Morales; los arcistas, alineados al actual presidente Luis Arce; y los androniquitas. Esta atomización ha impedido establecer una conducción unificada del aparato estatal. Lo que antes funcionaba con una cierta lógica vertical hoy opera con descoordinación, ambigüedad y contradicción.
En este contexto de disputa interna, la competencia entre facciones ha derivado en una pugna por el control de los órganos del Estado, especialmente del poder judicial. Al no haber un acuerdo político mínimo —lo que podemos llamar un consenso procedimental—, las normas ya no se aplican con estabilidad, sino que son reinterpretadas según la conveniencia de cada bloque en disputa. Así, se ha roto el principio básico de una democracia funcional: reglas claras y aceptadas por todos los actores.
Mientras tanto, la derecha política boliviana continúa en su histórica fragmentación. Incapaz de articular un proyecto de país alternativo al del MAS, se limita a disputar espacios de poder de forma reactiva y dispersa. No representa una alternativa cohesionada ni estratégica, sino una constelación de intereses regionales, empresariales o ideológicos sin una narrativa común.
Lo inédito es que esa lógica de desarticulación ha comenzado a replicarse en el campo de la izquierda. La antigua unidad que permitió al MAS ejercer su hegemonía ha sido sustituida por un escenario multipartidista y polarizado, donde ninguna fuerza puede, por sí sola, ordenar el sistema político. Esto produce una crisis de representatividad: los ciudadanos no encuentran referentes claros ni proyectos integradores, y la política se transforma en una disputa permanente entre bloques que sólo buscan conservar cuotas de poder.
En este escenario de división y caos estratégico, el poder judicial ha sido instrumentalizado como garante de gobernabilidad. El ejecutivo, al carecer de una mayoría clara y estable en el legislativo, recurre al órgano judicial para neutralizar adversarios, viabilizar decisiones y mantener el control. Pero esta estrategia tiene un alto costo: erosiona aún más la credibilidad del sistema judicial, lo convierte en árbitro de disputas políticas, y consolida un estado de excepción permanente donde las reglas del juego cambian según la coyuntura.
Esta situación no solo debilita a las instituciones, sino que genera una peligrosa normalización de la judicialización de la política. En lugar de fortalecer los canales democráticos de deliberación y representación, el conflicto se traslada a los tribunales, donde lo jurídico se convierte en una prolongación de lo político, pero sin el control ciudadano ni la transparencia del debate público.
Algunos analistas sugieren que estamos entrando en una fase de anomia, es decir, un escenario donde las normas han perdido su capacidad de regular el comportamiento de los actores políticos. Sin llegar a afirmar esto con contundencia, es innegable que el consenso procedimental se ha fracturado. Ya no existe un acuerdo básico sobre cómo se accede, se ejerce y se controla el poder. Cada actor interpreta las reglas a su manera, y ese vacío es aprovechado por quienes tienen más capacidad de manipulación institucional.
Bolivia atraviesa una crisis profunda de representatividad, de integración institucional y de legitimidad política. La fragmentación del MAS, la debilidad histórica de la derecha y la ausencia de un consenso mínimo sobre las reglas del juego han generado un sistema político disfuncional. En este escenario, la justicia deja de ser un poder del Estado para convertirse en el botín más codiciado en la disputa.
Superar esta crisis exige mucho más que reformas legales o nuevas elecciones. Se requiere reconstruir el consenso político e institucional que permita volver a dotar de coherencia al Estado. Y para eso, la sociedad civil, los actores políticos y los sectores sociales deben exigir que la justicia deje de ser el campo de batalla de una guerra entre facciones, y vuelva a ser el espacio donde se garantizan derechos, se resuelve el conflicto y se fortalece la democracia. De lo contrario, la judicialización de la política no será un episodio transitorio, sino el nuevo rostro de una democracia fracturada.