La libertad de reprimir

Arturo Murillo hace grandes esfuerzos por hacernos recordar a su antecesor, Luis Arce Gómez, aquel ministro militar que, en la narcodictadura de Luis García Meza, aconsejaba a los opositores andar con el testamento bajo el brazo. Casi lo logra -aclaramos, el ministro Murillo y no el otro-, por sus constantes amenazas y escarmientos a todo lo que huela a oposición. Hay que reconocerle también el mérito de ser bastante consecuente entre lo que amenaza y lo que hace, compitiendo de igual a igual con el otro personaje ya fallecido.

«El bolas», como se lo conoce al ministro Murillo, ha estallado en cólera e indignación ante una investigación periodística realizada por el canal Gigavisión, que pone en evidencia sus grandes dotes y olfato para hacer dinero fácil. El trabajo informativo del periodista Junior Arias se basa en documentos que resultan pruebas irrefutables para el iracundo ministro, que no desentona con el resto del gabinete de Doña Jeaninne Añez a la hora de inventar sobreprecios y coimas.

Y la cólera e indignación se ha transformado en abierta amenaza contra el mentado periodista. En un vídeo de circulación restringida, el amenazado comunicador da cuenta de constantes seguimientos a su persona, de pinchazos a su teléfono, amén de temibles amenazas, no sólo contra él, sino contra toda su familia.

A tal punto que el hecho ha preocupado a la mismísima Corte Interamericana de Derechos Humanos, cuyo relator se ha pronunciado con preocupación respecto al tema.

¿Qué dicen a todo esto nuestros heroicos comentaristas y periodistas que se enfrentaban valientemente a la «dictadura» de Evo Morales? ¿Se rasgarán las vestiduras los «premio nacional de periodismo» por la suerte de su colega? ¿Clamarán por la libertad de expresión? ¿Por la de prensa? ¿Pedirán la cabeza del bravucón que se cree dueño de vidas y haciendas?

Tal vez sí, tal vez no. Ya mostraron amnesia súbita cuando la dictadura nos privó de las radios comunitarias, de Telesur y de Actualidad Rusia Today, de la prensa contestataria y popular.

Así que, ¡viva la actual democracia de cuello blanco! (ya no jallalla, por favor, que eso es cosa de indios masistas…)

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